Es fácil olvidar, una vez acostumbrada a las comodidades que me permito en el día a día. Es fácil olvidar cuando la rutina se adueña al fin de tus caballos, y te lleva por senderos siempre conocidos, seguros, alejados de fantasmas y peligros.
Tuve que reencontrarme con la soledad para recordar. La soledad y un golpe de suerte: una canción antigua, asomándose gracias al modo aleatorio de Spotify.
Me envolvió en su brutalidad, en la insistencia de su percusión, el delirio de sus cuerdas, y los gritos incesantes del vocal. Me dejé llevar, empujada por el recuerdo y la inercia de esos tiempos. Salí de mi cuerpo y me vi desde arriba, con una sonrisa en la comisura de los labios, la mirada feroz y peligrosa, como advirtiendo a quien se cruzase conmigo de que no era un animal con el que jugar. Hoy no.
Me enfundé en esta coraza, el olor a miedo e incertidumbre aún impregnado en sus relieves. Recordé los pasos seguros que daba gracias a él, avanzando con fuerza y gracia hacia adelante, siempre hacia adelante, sin un vistazo a atrás. Era la proyección de todos mis deseos: deseaba ser vista como algo peligroso, algo raro e inusual. Algo con lo que no se bromea. Una chispa, un relámpago, una explosión. Una provocación y una advertencia.
No sé si alguna vez lo conseguí, que me percibiesen como lo que yo me sentía en él, pero bajo ese abrigo yo encontré las paredes que necesitaba que me contuviesen, mientras el desastre se expandía en su interior, como agua en una tetera.
No me había percatado hasta ahora que quizá me metí tanto en este traje que temí acabar convirtiéndome en él. Un miedo estúpido que me acabó alejando de esta sensación de grandiosidad durante casi una década.
Y ahora la suerte y la soledad quiso que lo volviese a encontrar. No sé muy bien el motivo, quizá un recordatorio de que siempre estuvo y estará ahí para mi, para cuando me sienta frágil y perdida. Enfundarse en este traje de guerrera, para mi sorpresa, ya no trae ese miedo sino todo lo bueno que recordaba con un plus de nostalgia y alegría, como quien se reencuentra con un viejo amigo.
O quizá es que me acabé convirtiendo en lo que proyectaba, hace tantos años. Quizá el miedo desapareció porque entendí que mi fortaleza no venía de las melodías y las percusiones, sino de mi propio deseo de pisar fuerte y arrasar con mi presencia. Lo cierto es que este traje, ahora visto, se siente bastante familiar a los que llevo a diario: los que me contienen cuando salto a coger la siguiente presa, cuando exhalo el último esfuerzo al subirme a la barra, cuando mis pies aterrizan con seguridad en la roca del río, cuando me asombro de ver mi reflejo en el espejo.
Y me enorgullezco, al fin, de todos los pasos dados. De los trajes que tejí para contenerme, que me dieron un propósito y una aspiración sin yo saberlo.
Hoy, tumbada en la alfombra de mi salón, sin más compañía que mis gatos y esas brutales melodías que me acunaron y protegieron durante esos años, puedo decir que siento que he llegado a ser quien quería ser. Seguiré pisando fuerte, ya no como un deseo, sino como forma de vida. En cada salto, en cada cruce de miradas ante el espejo.
Un trueno en la noche. Un brote salvaje. Una carcajada.
Una pregunta y una respuesta.