Tras la
estocada, no quedan más que los restos de lo que otrora fue el escudo más
fuerte, la mano más firme, el mandoble más temido. Las lágrimas rotas corrompen
el alma del Imbatible, y lo abaten, para mayor vergüenza, para mayor deshonor
del que se creyó Dios en pies de Hombre. Y sus rodillas caen, caen en un tiempo
indefinido, que se expande mucho más allá del lapso de tiempo que abarca, caen
en el Infinito, una y otra vez, en un bucle irrefrenable. ¿Qué fue de su
fortaleza, de la cual estuvo tan orgulloso? ¿Qué fue de su templanza, de su
temeridad, qué fue de todo aquello que le definió antes del Ocaso, antes de su
derrota? Tras la estocada ya no queda nada, sólo un mar de dudas y
desconfianza, miedo y fantasmas. Caminar sobre arenas movedizas es todo lo que
queda, hasta el fin de sus días. Con temor de dar un paso al frente por si el
final está un paso más cerca, siendo impensable el volver atrás, pues el camino
fue tortuoso y desandarlo no es más que no vivir lo que le queda. Desvivirse
por desentrañar el pasado no evoca más que desgracia, pero, ¿cómo seguir andando, si se siente sin
fuerzas, temeroso y desconfiado?
Disculpadme,
pues solo vine a vomitar malestar en forma de palabras vacías e inconexas de
sentido en su totalidad. No albergo más que pesar por este malentendido de vocablos,
de cuya finalidad no estoy hoy sintiendo orgullo alguno. No existe mensaje, pues
no vine a transmitir uno como tal.