5 de junio de 2014

El embrutecimiento.

Cuando el horizonte de un hombre se encuentra liberado de grandes convulsiones o vicisitudes acuciantes y encuentra un reposo y una invariabilidad de los acontecimientos de su existencia, entrando en una estática y sorda monotonía, ocurre que la placidez, la tranquilidad de ánimo y la alegría que este estado lánguido de las cosas permite experimentar se consumen como lo hace el oxígeno de una estancia cerrada por la lumbre de una llama.

Un hombre de espíritu, con el ánimo incandescente y la voluntad profunda de trascenderse, lo es siempre y eso implica una realidad continua de tensiones internas, un choque perpetuo y múltiple con los límites que su circunstancia y conciencia erigen como fronteras de su ser. No hay instante real de descanso, ni tregua ni trinchera en la que posponer jadeante la batalla, así como las sombras no desparecen al fundirse con la oscuridad, son oscuridad.

Por ello, cuando se produce un cisma insular en las circunstancias de la vía de perfección, desarrollo y evolución esenciales de su naturaleza, no puede evitar sentir una reserva e inquietud atentas a esa realidad de calma rancia y alienante, pues cuando te ahogas por estar tu más preciada figura cubierta y enzarzada en abrojos no encuentras aceptable verte perseguido por el ojo del huracán que carece del viento liberador que su periferia concede.

Hay rechazo natural y profundo a eso, a apagar dócilmente el ritmo de las pasiones y velar la belleza como si hubiera muerto. Mata de pena a un alma amplia concebir la vida como un sueño con ronquidos, sin textura: delicadeza o brutalidad. Nace la imperiosa determinación de hacer algo afirmativo, sublimado y honrado para enaltecer la existencia y su sentido. Es pavoroso concebir el camino personal como una sucesión de evidencias previsibles, inventadas y degeneradas por una cobardía o una mediocridad previas a las potencias de la libertad y la fuerza posibles para el hombre.

Y esa quietud mezquina, carente de la serenidad que debe verter el silencio sobre la atención hacia el mundo, perturba hasta tal punto los instintos y las inclinaciones del intelecto sensible, que la histeria y la rabia invaden y derrumban el equilibrio de la acción, el pensamiento y el sentimiento. El pensamiento pierde su música y enciende su ruido, el sentimiento se oscurece hasta la ceguera y la acción se embrutece hasta la mismísima bestialidad.

Y así los seres con los más nobles y puros anhelos los abandonan cayendo con golpe sordo y terrible en un estado aletargado pero hiperactivo en el que dejan de guiarse y moverse por la melodía de su destino para entrar en una lamentable, mediocre y cruel senda de ensueño animal. Arrancan las hojas de sus libros sagrados; aplastan sus instrumentos musicales para incrustarse sus astillas bajo las uñas que mueven y rompen como zarpas; pierden la voz y profieren ladridos, rugidos, rebuznos, aullidos, graznidos y silencios enloquecidos por el dolor y la desolación más desnudas.

Quieren sangre pero no derramada, sino evaporada de su más húmeda entraña hacia el aire por sus ojos para poder respirar, siquiera por última vez el nombre de su alma. Y caminan muy rápido, golpean todo a lo que llegan como un gigante que quiere acariciar una gacela y le rompe el cuello en su entusiasmo, o un rey que deseó convertir en oro todo cuanto tocaba y murió de hambre.

Y en medio de la tormenta de esa absurda intrascendencia decadente y vacía, a veces llegan reminiscencias que no hacen sino torturarle. Escucha con máxima claridad estos versos de Whitman:"Elevaré mi bárbaro bramido hasta los techos del mundo". Y él en un instante breve de lucidez como la que tienen algunos ancianos dementes, pretende responder a ese mandato desesperado como ante un asesinato que no se puede impedir, pero solo aúlla roncamente.

Los latidos de su corazón se asemejan al sonido de un hueso al partirse. Suena su corazón con el himno coordinado de sus huesos quebrando como promesa directa de la imposibilidad de dar un paso más en la dirección que elijan, como un manifiesto, en terrible conclusión, de una invalidez perenne y universal de su más íntima dignidad y voz. Puede que lleguen épocas más amables y plenas, todo cambia y eso ocurrirá, pero la tragedia reside en la certeza absoluta de que ya no las esperan.

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