Y una vez más, me bajo del tren y me doy cuenta de que llego
tarde. Me esfuerzo en correr todo el día de un lado para otro con la esperanza
de que alargaré mi lapso de vida, como si fuese un polímero infinitamente extensible.
Para descubrir de nuevo que el tiempo ha pasado, y que por mucho que acelere no
llegaré a esa puesta de sol. Corriendo a la desesperada en pos de un horizonte
incierto, pongo un pie en tierra mientras veo que la luz escapa a mis ojos.
Pocas
cosas hay más frustrantes que ver cómo algo que anhelas se fuga ante ti como
agua que se escurre entre tus dedos. ¿Cuándo llegará el día en que con calma y
parsimonia disfrutes de todos los segundos que te quedan? ¿Será ese el día en
que, con la piel arrugada y los músculos acartonados, te percates de que ya no
hay tiempo, ni espacio, ni capacidad para todo aquello que te propusiste?
Echo de
menos esas tardes lluviosas de verano, con sus gotas golpeándome el rostro y sin
más preocupación que el temor a que ese momento fenezca y tus sueños mueran antes de que pudieses
realizarlos. Pero nada importa ya, pues esas tardes de verano expiraron en el
presente y quedaron archivados en la memoria. Sólo queda esperar que otra
puesta de sol me aguarde en algún día indeterminado, con pago previo pasado por
agua, nubes cargadas de ilusiones y promesas, y una paleta de colores imposibles
en el cielo.
Espérame,
pues algún día llegaré y disfrutaré por todos esos días desperdiciados en este
antro lúgubre al que llamo rutina, te acariciaré con mimo y me recrearé todo
cuanto pueda y me dejes, antes de que tu luz se marche y mis sueños huyan
contigo al doblar la esquina del mundo, lejos, muy lejos, donde ya no puedo
alcanzarlos.