4 de junio de 2015

Dicen los antiguos que tan solo existen tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que navegan.

La vida admite innumerables metáforas a su misterio. Mis favoritas son: la casa de los espejos, la casa de las puertas, la cueva y el deslumbramiento, el palacio de hielo, la sinfonía silente, el velo y la nada, el teatro mágico, el rostro de todas las caras, el número tres, la taberna, el ser en la androginia, la muerte amada, el arcano sin nombre a la izquierda del arcano XXI, los cuatro caminos, la cruz de Jerusalén, el camino de la espada,...

Escalar hasta la cima y volar para seguir. De entre las cimas más altas que puedo escoger, deslumbra la mañana de camino a Yaxchilán, en equilibrio en la proa de la lancha para permanecer con el aire estático abriéndose sobre mi cuerpo por nuestro movimiento, con el agua escindiéndose en dos a nuestro paso como rastro efímero del viaje, como la luz entregada en mil reflejos sobre un río que parte dos selvas.

El hombre y el mar. El hombre y mucha agua. El hombre y tanta agua que no hay nada más. El agua es el inconsciente, el agua es todo, el agua es el universo en contingencia pura. El hombre separado del mar por su velero, que es lo que le distingue de todo lo posible que es el mar, de la forma que no elige su accidente.

No hay tierra, solo hay libertad y agua. Recuerdo como en mi adolescencia me ponía a pensar en soledad y de vez en cuando alcanzaba una postura mental que a veces buscaba pero que solo llegaba por casualidad, como ocurre en los cuentos con la cabaña de estos personajes sobrenaturales que solo aparecen cuando quieren ser vistos, y que cuando llegan cambian la atmósfera y las perspectiva de la existencia. Este estado mental, esta visión acaecida, se traducía en un vértigo agudo y extremo, llegaba a resultarme físico pero actuaba de manera general en mi percepción, por momentos todo estímulo era homogeneizado en ese vértigo absoluto. Era aterrador, era maravilloso.

Si tuviera que traducir la escena y su efecto con una imagen poética, recurriría a la historia de un niño que de madrugada sale a escondidas porque quiere bañarse en el rielar de la luna llena sobre el mar. Baja a la playa, se cae, se mancha, da igual. Se acerca a la orilla que el mar lame, siente el frío del agua, tiembla, mira la luna y anda. Cuando el agua alcanza su torso, se detiene, percibe como la llamada del mar tira de su cuerpo, entiende que otro paso es no volver. Punto de inflexión, el límite de sus fuerzas, los rescoldos de las referencias del mundo. Se regala a la resaca del mar y entra en otro mundo, la anterior escena. Entiende, que no hay tierra, solo libertad y agua.

¿Puedes renunciar hacia el origen? Ceder tu nombre y abrir el parto constante del cambio, para contemplar sin expectación, crear sin obra, andar sin huellas. ¿Puedes entrar en el mar sin morir? Nadar como si no lo hicieras, ser invisible ante los polos del mundo y burlarte sin querer de cada estamento, siendo la expresión exacta de su disolución.

Corta las velas y teje tus últimos ropajes; toma el timón, las barandas y el entablillado de cubierta, y enciende tu última hoguera; baila por la noche y durante el día ríe una sola eternidad. Serán tus risas la única verdad del mundo, la última verdad del mundo. Nadie las escuchará, pero alguien hablará de ellas. Los sabios las seguirán, los nobles las tomarán y las dejarán alternativamente y los inferiores cuando oigan hablar de ellas, se reirán a carcajadas y con desprecio.

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