29 de febrero de 2012

El espejo maldito.

No alcanzaba a recordar qué camino le había abandonado en aquella estancia, pero Viator poseía la certeza firme y misteriosa de estar dónde siempre había deseado. Todo lo que creía haber sido había quedado relegado en lo más recóndito y oscuro de sus recuerdos cuando traspasó los límites de la sala.

El suelo era un cuadrado cuyo lado tenía la altura de un hombre, su altura. No estaba pavimentado, su superficie era de arena fina y tenía el color del rubor de una mujer del norte. Carecía de techo y a una gran distancia, su altura se abría al firmamento a través de un gran círculo. Este hecho se debía a que a medida que ascendían, las aristas del prisma que le rodeaba comenzaban a curvarse en torsión y a divergir de manera que al final todas se unían, confundían y armonizaban para presentarse a la gran noche, cerradas y eternas.

Ninguna de las cuatro paredes le mostraban sus puertas. Tres de ellas eran de mármol imperial blanco. Surcadas por vetas que se entrelazaban en las figuras más diversas sin concretarse en ninguna forma definida, a través de un fondo níveo que parecía refulgir con dignidad serena y diáfana.

La cuarta y última de las paredes estaba cubierta por completo por un espejo hasta una altura que doblaba la suya propia. En su reflejo le aguardaba la visión de su cuerpo desnudo y por largo tiempo se detuvo a explorar cada una de sus formas y singularidades.

El cabello albino besado por el sol se extendía liso y radiante por encima de sus hombros hasta la altura del corazón. Su cuerpo venido en decadencia impresionaba ahora sus percepciones con el contorno de músculos apolíneos y atléticos,llenos de la belleza que supone la áurea geometría. Todo el vello que poblaba y escondía los secretos de su piel había desaparecido y su virilidad colgaba ahora insolente y seductora sobre la ausencia de sus testículos. Mas lo más enigmático y magnético de su cuerpo era su rostro que se había afilado en facciones delicadas y sensibles, ilustres y regias. Un rostro que presentaba la fuerte intensidad espiritual que transmitían sus ojos azules como zafiros, grises como la niebla bajo la lluvia.

Era tan terriblemente perfecto, tan sumamente bello, que pasó largo rato recorriéndose, contemplando incansable los caminos de su silueta. Adoptaba diferentes posturas para descubrir como reaccionaba su egregio cuerpo, como se colocaba y tensaba y como se relajaba y recogía con cada de uno de sus movimientos. Con cada uno de sus cambios...

En ocasiones se acercaba tanto al espejo que su aliento lo llenaba de vaho mientras observaba fijamente sus ojos con el deseo palpitante de traspasar los límites del reflejo y alcanzarse, tocarse, tenerse.Con el tiempo dejó de ser consciente de que lo que veía en el espejo era la proyección de su propio ser y desde entonces cayó profundamente enamorado del hombre que asomaba tras el cristal.

Aquel hombre se acercaba a él cuando quería de su compañía y le dejaba distancia cuando se alejaba para recordarle. Conocía y compartía cada uno de sus sentimientos. Cuando le excitaba el deseo, él le acompañaba, cuando sentía el peso misterioso del techo estrellado se tumbaba a su lado en su celda hermana e, incluso, dormía y soñaba junto con él. Sueños que nunca recordaba.

Pero todo ese placer y pasión con la que había ardido su corazón en presencia de su amado se terminó por volver pura agonía por causa del cristal que les separaba. Con fuerza y rapidez un torrente de odio le invadió, un odio hacia el cristal y hacia su debilidad que golpeaba inútilmente el inamovible muro transparente que les apartaba. Su hermano, su amante, al igual que él, estaba cada día más triste y más furioso y precisamente eso alimentaba su tristeza y su furia. Sentía la misma impotencia, la misma necesidad y el mismo amor frustrado. El mismo odio liberado.

Lloró durante la larga noche desconsoladamente, arañó con fiereza las sombras del cristal y lo golpeó con todas sus fuerzas hasta que de sus puños brotó sangre, que limpió rápida y desesperadamente con su cuerpo y su saliva.
Cuando una de esas gotas llegó a tocar la arena del suelo, la tiñó de un rojo escarlata que se fue contagiando y extendiendo al resto de la arena como una enfermedad.

Entonces un fuerte rayo iluminó el cielo y con la llegada del esperado y gigantesco trueno comenzó una gran tormenta. Llovía sin tregua de tal manera que se comenzaron a llenar los habitáculos. La lluvia era tan intensa que le costaba abrir los ojos ante las envestidas de sus gotas, pero no dejo de hacerlo con angustia para alcanzar el consuelo de seguir mirando a su amado que se debatía al igual que él con las aguas y los funestos sentimientos que traía.

Cuando el agua le llegó al cuello empezó a tomar aire para sumergirse y encontrarse con su amado, intentaba abrazarle, besarle, pero el cristal les separaba y la esperanza les huía. Bajaba, le miraba y volvía a subir. Una y otra vez, pero la distancia se volvía cada vez más larga y peligrosa. Él podía escapar, podía ascender pero no estaba seguro de que la celda de su amado tuviera la misma salida que la suya y no podía arriesgarse a abandonarlo. Le amaba, su vida no permitía su muerte.

Llegó un momento en el que tuvo que decidir hacer el último descenso sin viaje de vuelta. Para verle por última vez, para morir mirándole, viéndole. Llegó al fondo, aguantó la respiración y la presión, se mantuvo al nivel del espejo braceando con fuerza para contrarrestar el empuje del agua. Cuando sus pulmones cedieron y se llenaron de agua descubrió perplejo y exultante que el agua entraba y salía con el mismo efecto que el aire y que si se relajaba podía volver a posarse suavemente sobre el fondo de la prisión. Gritó con alivio pero ningún sonido salió de su boca, abrazó y beso a su amado a través del espejo y le prodigó las más cálidas y ardientes atenciones.

Se olvidó incluso de las alturas y de nadar, todo cuanto quería estaba en el fondo de la cueva, atrapado tras un cristal, esperándole. Nunca supo cuanto tiempo pasó ni le importó hasta el día en que algo cambió. Descubrió con espanto y aversión que una arruga comenzó a asomar en el rostro de su amado, pronto otras le acompañaron y el cabello se le empezó a caer por mechones. Algo malo le ocurría y con rapidez creciente devoraba la belleza de su cuerpo. Su bello cuerpo... sus músculos, su geometría.
Desesperó, enloqueció ante la decadencia de su amado, sus músculos habían desaparecido tras unos colgajos de piel flácida, las arrugas destruían la magia de sus facciones, las uñas de los pies y de las manos le crecieron en instantes. La barba le creció y se le cayó acompañando la escasez de sus cabellos y sus ojos le brillaron un instante con la luz de un dios para después comenzar a apagarse rápidamente como la vida de una mosca. Mientras, él ya no existía, no pensaba, era un ser que miraba, que desesperaba ante la visión de su amado.

Cuando todo el pelo cayó o flotó a su alrededor, cuando los músculos empezaron a fallar y las carnes se le hundieron entre los huesos, su amado empezó con histerismo a tocarse, a palparse intentando en vano recomponer sus formas y su belleza. Pero cuanto más se golpeaba y apretaba más rápido avenía la decadencia. Su carne empezó a separase de sus huesos con la fuerza y el esfuerzo de sus ademanes. Un esqueleto que ya se intuía comenzaba a amanecer ensangrentado entre los restos de su cuerpo, sus entrañas se pudrían y se consumían. Tan sólo su corazón apareció vivo entre su putrefacta carne y su cruel imagen ósea, palpitando con el miedo de todos los males del mundo. En un último acto de entrega su amado se lo arrancó con sus manos cadavéricas y se lo entregó. El corazón traspasó el cristal.

Cuando el corazón se entregó, una llamarada de fuegos verdes y azules se encendió sobre los restos de su amado con un remolino que al principio recibió su grito y devoró los pobres restos de sus carnes pero al tiempo empezó a agrietar sus huesos, a romperlos y a reducirlos a un polvo negro que comenzó a girar formando un tornado de mil colores y ninguna imagen.

Tras ello desapareció, y nadie más volvió a encontrar jamás la sala del espejo maldito.

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