21 de enero de 2013

Recopilación

              

               En una fría tarde de invierno, una joven muchacha escribía sus inquietudes en un diario. Debido a la proximidad del fin de ese año, se había propuesto hacer una pequeña reflexión a papel de las vivencias acontecidas en aquel periodo de 365 días.
 
                La idea le había venido de improviso, mientras se dedicaba a otros quehaceres.  En el preciso instante en que se le ocurrió, le había parecido un proyecto asombroso: poder rememorar momentos irrepetibles, hacer un recuento de sus fallos para no repetirlos, describir sensaciones que de otra forma podrían caer en el olvido, y una larga lista de ventajas que le hicieron dejar al instante sus otras tareas para poder esbozar un pequeño esquema de lo que tenía en mente. Sin embargo, pese a su esfuerzo y empeño iniciales, al cabo de unos minutos tuvo que dejar de escribir, pues otras actividades requerían de su atención.
 
                Al atardecer, después de terminar con todo lo que tenía pendiente, pudo por fin dedicarse a tal magnífica labor. Comenzó escribiendo en un estilo coloquial y alegre: las palabras salían a borbotones de su alma, y deseaba plasmarlas tal y como le venían a la cabeza. Todo parecía ir a las mil maravillas hasta que llegó un punto en que su mano cesó de moverse. Consternada, se percató de que su esquema inicial no estaba terminado, y llevaba un buen rato yendo a la deriva entre los felices recuerdos de su memoria. Para poder retomar el hilo de sus pensamientos, dejó el bolígrafo, y comenzó a releer lo que llevaba anotado. Casi de manera inconsciente, todo lo que había transcrito hacía referencia a vivencias totalmente banales y sin importancia. Recuerdos vacuos y divertidos,  pero nada transcendente. Nada profundo. Como cabe esperar, intentó ahondar más en su interior, en busca de algo relevante.
 
                Comenzaron a pasar las horas, y con ellas, la luz del día se extinguió por completo. La pequeña hojita del esquema, que en un principio había sido digna de admiración por su pulcritud y limpieza, ahora se hallaba llena de anotaciones rápidas e incoherentes, entrelazadas por flechas, e incluso tachadas con rabia. Jamás se habría imaginado que aquel proyecto tan prometedor, que le había llenado de tierna ilusión, se convertiría en aquella quimera tan espantosa. Puesto que se veía incapaz de desanudar el barullo de emociones que había desatado inconscientemente, se dejó llevar por la desesperación. Gruesas lágrimas comenzaron a recorrer su rostro, ardientes y cargadas de enojo. Era como tener constantemente la palabra en la punta de la lengua, y no ser capaz de pronunciarla. Se sentía tan frustrada que, finalmente, convirtió a su pobre diario en víctima directa de aquel absurdo ataque de ira: en apenas unos instantes, el trabajo de todo aquel día, aquellas páginas llenas de sentimientos y anécdotas, quedaron ocultas para siempre bajo un torbellino de líneas que parecía no tener principio ni fin. Una vez terminada la masacre literaria, cerró el diario y lo escondió, como si fuese un horrible secreto que jamás debiese ver la luz. Casi automáticamente volvió a la realidad y recordó todas las cosas que le quedaban por hacer, cosas que había pospuesto esa tarde para, a su parecer, acabar haciendo algo totalmente carente de lógica y valor.
 
                Como si nada hubiese ocurrido, los siguientes días se dejó arrastrar por la rutina y por las facilidades de seguir un horario preestablecido. Apenas con tiempo para pensar, se limitó a continuar su vida justo donde la había dejado: antes de querer abrir su particular Caja de Pandora. Sin embargo, el ajetreo diario le hizo ver que ya no sólo no tenía tiempo para pensar, sino que además, tampoco tenía tiempo de hacer las cosas que le gustaban. Aquel molesto impertinente hizo que odiase aún más su pequeño fracaso, que no pudo más que apreciar como un tiempo valioso e irrecuperable totalmente malgastado.
 
                La incomodidad mental en la que se hallaba cuando estaba a sola con sus pensamientos, sumado al constante frenesí del día a día, hicieron mella en su estado anímico, que se redujo a un malhumor más que notable. Una tarde, una amiga preocupada por ella le hizo una pequeña visita. Hablando de todo un poco, le sonsacó a la joven el por qué de su malestar, y en un intento por aconsejarla y consolarla, entreabrió de nuevo aquella pesada Caja que tanto había costado cerrar. Cuando vio que la muchacha comenzaba a discurrir sin orden alguno, la interrumpió suavemente, y le preguntó:
 
                “¿Qué importa eso ahora? ¿Acaso va a cambiar algo? ¿Te va a ayudar eso a mejorar tu vida en este preciso instante?
 
                La joven, confundida, no supo contestar. Cuando su amiga se marchó, el peso de aquellas preguntas recayó sobre ella. Pensativa, a la vez que dubitativa, se acercó al lugar donde había escondido el diario. Lo tomó entre sus manos y releyó vagamente lo poco entendible que asomaba de entre las rabiosas líneas. Con decisión, se sentó en el escritorio, tomo un bolígrafo, y escribió a continuación:
 
Si no sueltas el pasado, ¿con qué mano agarras el futuro?
                 
                Y escrito esto, cerró el diario de nuevo y lo guardó, en un lugar mucho más vistoso que antes. Sintiendo paz al fin después de tantos días de remordimiento, observó detenidamente el simple encuadernado, pensando en qué diría su posterior yo cuando leyese aquella última frase. Quizás decidiese tacharlo. O quizás no.

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