Al fin me decido a lanzarme a la
aventura con el pequeño reto de Maikel Monkey, quien me invitaba a hablar sobre
el universo (eso de pequeño reto… en fin). Sin embargo, antes de comenzar con
mi particular retahíla de reflexiones, creo necesario hablar sobre cierto
trauma infantil que me persigue desde los seis años, con el que quizás se
entienda mejor la inmensidad de esta petición.
Si mal no recuerdo, se
televisaba en cierto canal (que no viene al caso nombrar) cierta película (que
tampoco viene al caso publicitar). En dicho celuloide, hallábase cierta escena
de escaso minuto y medio que me marcó para el resto de mi vida. La escena sucedía
en un parque, lleno de madres con sus pequeños y revoltosos niños, que
jugueteaban ignorantes del peligro que se cernía sobre ellos. Una mujer,
consciente de alguna manera del desastre que iba a acaecer, trataba
desesperadamente de alertarles y prevenirles, pero ya era tarde: de la nada
surgía una ola de fuego que engullía toda forma de vida, calcinando cuerpos de
hombres, mujeres y niños indistintamente, convirtiéndolos en gárgolas de ceniza
que segundos más tarde se pulverizaban debido a la onda expansiva del impacto.
De esta manera, desaparecía cualquier rastro de humanidad que hubiese podido
existir, dejando atrás meros escombros humeantes y restos de polvo y metal.
A pesar descubrir (años más
tarde), que el culpable de tal desastre había sido una bomba nuclear, en mi
tierna e inocente niñez interpreté aquel apocalipsis como si fuese fruto de una
colisión espacial. Un meteorito, vaya. Desde ese entonces, la semilla del miedo
se sembró en mi subconsciente, de esa forma tan salvaje e irracional que sólo
pueden inspirarte las desgracias impredecibles y catastróficas. Conforme fui
creciendo y ganando consciencia sobre la vida y su efímera brevedad, dicho
miedo se fue convirtiendo en un terror tan acusado que, al mínimo titular relacionado
con asteroides, me echaba a temblar de pies a cabeza. Tal era mi desesperación,
que me permitía el lujo de rezar a un Dios en el que ni siquiera creo (la mayor
parte del tiempo). Véase aquí la doble moral del agnóstico, pero poco tiene que
ver este apunte con el tema que nos atañe hoy (también nado entre delfines,
como veis).
Ahora, algo menos de dos décadas
separan a esa niña frente al televisor y a la joven que está escribiendo ahora
mismo, y muy poco ha cambiado en cuanto a este temor a los entes celestes se
refiere. Un simple meteoro de dimensiones ínfimas en comparación al astro del que proviene puede acabar, en un suspiro, con cualquier rastro de vida en este mundo y con éste a su vez. Dicho conocimiento me empujó a generalizar mis miedos y englobar todo lo que la Bóveda encierra en su seno. Es por esto que me considero totalmente incapaz de mirar al cielo sin sentir la
insignificancia de mi existencia corroyendo mis venas, lo cual me produce una
extraña sensación de vacío (del cual en el universo hay mucho) que consigo
llenar rápidamente apartando la vista de las estrellas y fijándola en el suelo,
sintiendo mis manos y mis dedos. Sintiéndome tangible, real.
¿Cómo no sentirte intrascendente
cuando, ahí arriba, millones de puntos brillantes nos observan desde distancias
inconcebibles para la razón humana? Algunos de ellos murieron hace miles de
años, y nosotros aún los vemos ahí, titilantes, velando todas y cada una de
nuestras noches. Con total probabilidad moriremos antes de que podamos percibir
que ya no están. Y nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, y los hijos
de los hijos de nuestros hijos. De la misma manera sucede con el nacimiento de
estrellas, y sucederá con la compresión del universo, el fin de las eras, la
Última Meca. ¿Cómo no llorar al darte cuenta de que apenas somos un lapso en el
tiempo, un aleteo de mariposa, una gota en el océano? Tan minúsculos, imperceptibles
y perecederos, y a la vez tan lúcidos de la realidad. ¿No es triste este
conocimiento de nuestra nimiedad?
Agh, sensación de vacío otra
vez. Caigo en un oscuro abismo de abstracción astral que me lleva a preguntarme
incluso por qué estamos aquí, o cual es nuestro papel en la toda esta Historia.
Lo escalofriante es que probablemente, no exista tal papel, o que simplemente
seamos el señor que limpia el escenario al final de la función, y tengamos poco
o nada que ver en ella.
Asusta, ¿eh? Me gustaría apartar
la vista de la pantalla y fijarme en el suelo otra vez, negándome que existan
cosas tan grandes, más allá de los rascacielos que veo o los aviones que me
sobrevuelan todos los días. Pero no desearía marcharme sin resolver antes este
frente abierto que he dejado sin quererlo (maldito Maikel Monkey). Intentando
hacer frente a mis quimeras, hoy me voy a conceder la libertad de seguir
observando al titánico Universo un poquito más.
Hace algún tiempo, hablando un
poco de este tema con uno de mis compañeros de pluma en este blog (Grian
Dorcha, Maikel Monkey...), salió a la luz un vídeo de YouTube de un astrofísico y divulgador
científico al cual no conocía, de nombre Neil deGrasse. En este vídeo, el señor
deGrasse explicaba cuál era, a su parecer, lo más asombroso del universo. En
relación a unos descubrimientos recientes, su respuesta fue la siguiente:
“El hecho más
asombro es el conocimiento que los átomos que constituyen la vida en la Tierra,
los átomos que componen el cuerpo humano, se pueden rastrear a los crisoles que
cocinaron los elementos livianos, en elementos más pesados en su núcleo bajo
temperaturas y presiones extremas. Estas estrellas, las de mayor masa entre
ellas, se hicieron inestables en sus últimos años, colapsaron y explotaron, desperdigaron
sus entrañas enriquecidas a lo largo de la galaxia, entrañas hechas de carbón,
nitrógeno, oxígeno y todos los ingredientes fundamentales para la vida misma.
Estos ingredientes se convirtieron en nubes de gas que se condensaron, colapsaron
y formaron la siguiente generación de sistemas solare, estrellas con planetas
en órbita y esos planetas ahora tienen los ingredientes para la vida. Así que
cuando veo el cielo nocturno... me doy cuenta de que, sí, somos partes de este
universo y estamos dentro de este universo. Pero quizás, más importante que estos
dos hechos, es que el universo está en nosotros. Cuando reflexiono sobre este
hecho, miro hacia arriba. Mucha gente se siente pequeña porque ella es pequeña
y el universo es grande, pero yo me siento grande, porque mis átomos vinieron
de esas estrellas. Hay un nivel de conectividad. Eso es lo que realmente
quieres en la vida, quieres sentirte conectado, quieres sentirte importante,
partícipe de los acontecimientos, de las actividades y eventos que te rodean.
Eso es precisamente lo que somos, sólo por estar vivos”
Sin darme cuenta, había encontrado el consuelo que
llevaba años buscando, si bien no respuesta a todas mis preguntas e
inquietudes. Ese alivio me bañó con su calidez gratificante y alentadora, y aún
ahora, después de haberlo visto innumerables veces, es lo único que consigue
calmar mi desasosegada mente cuando las dudas me oprimen el alma.
Somos polvo de estrella, todos y cada uno de nosotros. Y
aunque en proporción a esos gigantes estelares seamos menos que un diferencial
infinitesimal, en nuestro interior compartimos su historia, su origen y su
destino, tarde o temprano.
Por lo tanto ahora te pregunto a ti, lector: ¿tú qué
crees que somos, grandes o pequeños?
Yo creo que lo decidiré cuando vuelva al Universo.
Nota: Por si alguien quiere verlo, éste es el vídeo de Neil deGrasse. Aunque ya he transcrito todo lo importante, la canción y las imágenes no tienen desperdicio ninguno.
http://www.youtube.com/watch?v=9D05ej8u-gU
Y para mis queridos cobloggistas, es la hora de la repartición bendita.
Maikel Monkey, cuéntame, ¿existe un Dios, o crees en él, o en algo sobrenatural que nos lidere?.
Aley, ¿qué crees que sucede cuando morimos?